miércoles, 14 de diciembre de 2011

A cada paso

Abro los ojos al despertar y allí esta, parado en la oscuridad con porte altanero, centrando sus fuerzas en una sola pierna y con los brazos cruzados. No puedo ver su rostro, pero apostaría que con su boca me regala una mueca de burla, y con su ceja izquierda arqueada desmesuradamente, intenta embestirme con aires de superioridad.


Mientras transito calles imperiales que me resultan tan vacias, jugando con las luces rojas y verdes que no paran de cambiar, él me acompaña riéndose discretamente de mi forma de andar. Sabe lo que pienso, el peso sobre mis hombros, sabe la razón de mi mirada cansina...


 Él me persigue. Me persigue en mi vieja-nueva rutina... en parte se siente decepcionado porque sigo en pie, porque una fuerza casi mecanica me impulsa día a día a salir a buscar...


 Se sienta a mi lado en el colectivo. Yo no le presto atención porque siempre llevo mis auriculares. Él sabe, oh sí, él sabe... sabe que pese al exagerado vólumen de la música, no logro acallar los pensamientos que me atormentan. Sabe también que sueño despierta.


Yo no lo escucho, quizás porque no tengo tiempo, quizás por orgullo, quizás por despecho... Por negar una inevitable realidad.


Me acorrala en cada esquina, con su risa maquiavelica. No sé qué mente desquiciada podría concebirlo como benigno.


Me acecha, eficazmente, para recordarme mes a mes, semana a semana, día a día, minuto a minuto, segundo a segundo... Que la felicidad es una ilusión, que la eternidad es un espejo roto y que las certezas son efímeras...


Que todo fue parte de su juego, en el cual, creyéndome la reina ejecute la maniobra fatal del jaque-mate contra mi propia integridad esencial...


Creyendome reina hice temblar el tablero, para finalmente develar la cruda verdad: nunca fui más que un peon.


Él se llama Destino. Y yo, por siempre, su peón.








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